2.- Diez y diez
Ingrid dijo que no llegó a dormirse y que eran las diez y
diez cuando decidió incorporarse; corrió los visillos de la ventana y subió la
persiana. Después de correrse en la boca de su marido le apetecía sentir el
aire fresco de la mañana. Primero contemplo el panorama desde la ventana; el
jardín resplandecía con el sol iluminando los colores ocres y rojizos del
otoño. Al fondo, el mediterráneo azul rompía contra los acantilados que
enmarcaban el panorama a izquierda y derecha.
Me contó que se cubrió con una bata de seda rosa, abrió
las puertas francesas que conformaban el ventanal y salió a la terraza; bajo
ella un grupo de gorriones picoteaban ente el césped todavía verde pero
cubierto de hojas caídas. La piscina también lucía un buen puñado de hojas
secas navegando indiscriminadamente. Y miraba el paisaje pensando que todos sus
logros y posesiones palidecían ante algo que ninguna otra mujer podría tener:
el esclavo perfecto. En esos minutos de contemplación terminó de perfilar el
plan del día.
Cuando volvió a entrar en el dormitorio vio su figura
reflejada en el cristal de una gran fotografía en la que estaban ellos dos
abrazados junto al mar. En el reflejo
vio cómo el sol rozaba su espalda iluminando el borde de la suave prenda que
llevaba puesta y trasparentaba su figura perfecta, algo que Gérard no pudo admirar
pues permanecía atado y con el antifaz tapando sus ojos.
Al oírla entrar, Gérard, que no había pronunciado más que
una palabra en lo que iba de mañana, se atrevió a saludarla. Ingrid me lo contó
del siguiente modo:
—“Te adoro, mi amor”, eso fue lo que me dijo, y me parece
muy bien, pero dijera lo que dijera no encajaba en mi plan. Tenía que estar en
silencio y se lo hice saber. Cuando él es Gérard y yo Ingrid está obligado a
cumplir mis órdenes hasta que yo le diga lo contrario. Asique le mandé callar.
Le dije que no hablaría en todo el día, que sólo lo haría cuando yo se lo
indicara o le realizara alguna pregunta. También le dije con mucho énfasis que
hoy era un día especial.
Después mi amiga dijo que le quitó las muñequeras, las
tobilleras y el antifaz y que le indicó que tenía un rato libre para ir al baño
y asearse, tiempo que provechó ella para hacer lo mismo. El dormitorio de su
casa sí lo conozco; es amplio y elegante, con dos vestidores y dos cuartos de baño para él y ella. Supongo
que cada uno ocupó el suyo
Ingrid me explicó que se había peinado y pintado,
incluyendo todos sus labios, bucales y vaginales, se había recortado su
depilación brasileña y se había puesto la lencería blanca de su boda: sujetador
de encaje, tanga a juego, medias blancas muy finas y ligeros del mismo encaje
que el sujetador y el tanga. También se puso los mismos zapatos de la
ceremonia. Cuando regresó al dormitorio Gérard ya estaba esperando sentado en
la cama, desnudo y totalmente depilado. En su pecho, pubis y testículos se
podía hacer patinaje artístico.
Mi amiga le indicó que se levantara y la siguiera hacia
su vestidor. Esto que cuento ahora es una confidencia de la que no tenía ni
idea. Una puerta secreta en uno de los armarios de la estancia estaba abierta,
entraron y cerraron la puerta tras de sí. La habitación en la que se
encontraban era amplia, diseñada por ellos mismos y construida cuando
encargaron la reforma de la casa de forma que permaneciera oculta a las miradas
de personas ajenas. Solamente resultaba accesible por ese lugar y estaba
encuadrada entre el dormitorio principal y la terraza privada a la que también
se abría. Me describió la decoración como clara, con mobiliario blanco y
motivos de color rojo. Al parecer tiene estanterías instaladas en la pared de
mayor longitud y en ella disponen de todo un repertorio de látigos, grilletes,
cuerdas, y perversos instrumentos de tortura.
Ingrid me dijo que tomó de ella un correaje de cuero
negro que colocó en el cuello de su amante dejando caer por la espalda unos
grilletes con cadenas en los que inmovilizó las manos, manteniéndolas elevadas
a media espalda, imposibilitadas para alcanzar las nalgas. También le puso unas
gruesas tobilleras, asimismo de cuero negro, en sus pies, terminado de
equiparlo con un antifaz cerrado y una mordaza del mismo material y color.
Le condujo hacia “el potro”, un mueble de madera lacada
en blanco crudo con forma de cuña, con la base de un metro de largo por sesenta
centímetros de ancho y un metro y veinte centímetros de altura, terminado en la
parte superior por una afilada arista cuyos laterales caían en pendiente hacia
la base. Una pequeña escalera independiente de dos peldaños estaba colocada
junto al artilugio.
Por lo que me contó, Gérard conocía perfectamente el
artefacto y lo había padecido en numerosas ocasiones por lapsos de quince,
veinte e, incluso, treinta minutos. Ingrid le hizo subir los peldaños para que
se sentara a horcajadas sobre la cuña, dejando caer las piernas a los lados
descargando todo el peso del cuerpo sobre la afilada arista. Su ama amarró las
tobilleras a las argollas laterales de las que disponía el mueble para impedir
cualquier posibilidad de escape y retiro la escalerilla para que no pudiera
apoyarse en ella. Cada vez que Ingrid mencionaba una tortura, siempre me
hablaba de los gritos y gemidos de Gérard. Esta ocasión no fue menos y me dijo
que en cuanto estuvo a horcajadas sobre el artilugio, con todo el peso del cuerpo cayendo sobre la arista y sin
poder apoyar los pies para disminuir la presión, empezó a gemir y no paró hasta
el final, tan exigente es este tormento.
Si los lectores no están familiarizados con la
parafernalia sadomasoquista, les diré sobre el potro que es una tortura que
duele intensamente desde el principio, pero que aumenta según transcurre el
tiempo en el que se está expuesto a ella, llegando a ser insoportable a los
pocos minutos: La arista clavándose entre las piernas, el coxis y el escroto,
las piernas colgando a los lados sin poder apoyarse en el suelo mi levantarlas
a causa de los grilletes, y el propio peso corporal ejerciendo el principal
efecto de la tortura. Delicioso en palabras de los expertos.
Fue en ese momento cuando Ingrid comenzó a dar a Gérard
algunos detalles de su plan. Le dijo lo siguiente:
—Hoy estarás todo el día atado en una u otra postura.
Estarás torturado en todo momento durante todas las horas que me apetezca. No
comerás en todo el día, tan sólo beberás lo que yo te dé. Me correré contigo
tantas veces como pueda, estoy dispuesta a superar todas mis marcas en ese
aspecto, pero tú no te correrás en todo el día. Quiero que mantengas la polla
tiesa todo el tiempo, me enfadaré mucho si se te baja. Ahora me voy a preparar
el desayuno, lo subiré aquí y te miraré mientras me lo tomo.
Supongo que Gérard oyó los pasos de su amada alejándose,
la puerta secreta abriéndose y cerrándose, y después… nada. Me comentó Ingrid
que el cuarto estaba totalmente insonorizado para ahogar los gritos que, con
frecuencia, surgían del lugar. También me dijo que torturaba a su marido con
cierta frecuencia, pero nunca lo había hecho durante un día completo.
Estoy convencida de que a Gérard el potro se le clavaba
cada vez más, y el dolor debía resultar insoportable, pero Ingrid no estaba
allí para liberarlo. Sé por sus comentarios, y porque es una práctica habitual
en este tipo de actividades, que habían acordado una palabra de seguridad por
si, en algún momento, se sobrepasaba el límite de resistencia, pero había
varios problemas para el sufriente esclavo: primero, estaba sólo en la
habitación; segundo, estaba amordazado y no podía hablar y sabía que su ama lo
amordazaba cada vez con más frecuencia para evitarle pronunciar la palabra; y
tercero, él mismo se resistía sobremanera a proferir dicha palabra para no
decepcionar a su ama; nada lo haría sentirse tan mal como saber que su ama no
ha satisfecho su deseo. Esto me lo confesó el propio Gérard al final de la
conversación, cuando Ingrid le dio permiso para hablar.
Mi amiga, la feliz ama, continuó la narración diciendo
que regresó a los quince minutos con una bandeja que posó en una mesita junto a
una cómoda butaca. Se había traído una tetera con té negro suficiente para dos
o tres tazas, dos vasos de zumo de naranja, cruasanes tostados mermelada y
mantequilla, junto con la vajilla y los cubiertos necesarios para servirlo
todo. Se sirvió una taza de té, se recostó sobre el respaldo de la butaca y
contempló a su amante mientras tomaba el primer sorbo de la infusión.
Me dijo que Gérard
tenía el cuerpo inclinado hacia adelante y exhalaba suspiros intensos casi
agónicos. Dijo que tomaba el té a sorbos cortos y explicó como procedió con la
bollería: colocó medio cruasán en un plato, extendió primero mantequilla,
después mermelada y lo cubrió con el otro medio cruasán, dio un bocado y siguió
disfrutando de la escena. También comentó un detalle que le resultaba
especialmente gracioso: su esclavo dejaba caer abundante saliva de la mordaza.
Eso la divertía y la excitaba. Mientras me lo contaba, Ingrid se llevó la mano
a su entrepierna añadiendo que eso es lo que hizo mientras contemplaba la
tortura de su amado, que introdujo una mano bajo su braguita y, entre bocado y
bocado, sorbo y sorbo, comenzó a masturbarse.
Pero confesó que no quería correrse todavía. Aún le
quedaba desayuno. Se sirvió otra taza de té y otro cruasán y procedió del mismo
modo y con las mismas caricias. Me dijo que Gérard parecía estar casi llorando
y que, de vez en cuando, desplazaba el tronco hacia atrás, profiriendo intensos
gemidos, pero después volvía a inclinarse hacia delante sollozando y tensando
los músculos de las piernas para intentar, sin lograrlo, disminuir la presión
del tormento.
Mi amiga comentó que debieron pasar treinta o cuarenta
minutos en los que disfrutó del desayuno y del espectáculo y que, cuando dejo
la segunda taza de té vacía sobre la bandeja, se acercó a su amante y le
explicó más detalles de lo que le esperaba:
—Hoy voy a azotarte mucho y fuerte. Te dejaré marcas que
durarán un tiempo; cuando vayas al gimnasio tus compañeros podrán verte las
señales en el vestuario. Te azotaré en todos lados hasta perder la cuenta. Te
volveré aponer pinzas, colgaré pesos de ellas y las azotaré. Te quemaré con
cera fundida varias veces y retiraré la cera con azotes. También te quemaré de
otras formas, algunas de las cuales serán una sorpresa pues se me han ocurrido
durante el desayuno. Utilizaré las sondas uretrales, te clavaré alfileres en
distintos lugares, usaré los electrodos en tus pezones y en tu polla, los
conectaré a las pinzas y a los alfileres y, si se me ocurre algo más, lo
aplicaré sin avisarte. Usaré tu boca para correrme, me correré varias veces con
tu polla dentro, me masturbaré delante de ti y haré todo eso mientras te
torturo. Algunas cosas te dejaré verlas, otras no. Tú no tendrás ni un momento
de descanso; cuando yo esté cansada, o cuando quiera parar para comer, volverás
al potro. Todo esto durará horas; puede que me dé por satisfecha al final de la
tarde, quizá de noche; es posible que dure hasta mañana. Eso ya lo veré, pero
tú debes aguantar sin hablar y sin protestar todo el tiempo. Hoy es el día en
el que me demostrarás que eres capaz de cumplir tu promesa, recuerda, me diste
tu palabra de que podría hacer contigo todo lo que quisiera. ¿Estás dispuesto a
cumplirlo?
Por lo que me contó la mujer que había preparado tan
extraordinario plan, Gérard, subido en el potro de tormento, con el rostro
contraído en una tensa expresión de dolor, tras llevar al menos una hora con la
arista incrustándose entre sus piernas, movió la cabeza asintiendo.
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Hola Yiyi. Gracias por visitarme. Ya te sigo de vuelta. Besos.
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