Bernardette no es muy religiosa que digamos, quizá un
poco sí; podemos suponer que mantiene la religiosidad remanente de quien se
cansó de curas y monjas en el internado, ya saben, esos colegios abominables en
los que los padres católicos y estrictos de la alta sociedad parisina recluyen
a sus hijos e hijas para protegerlos de los peligros del mundo, o para librarse
de ellos una larga temporada. En cualquier caso Bernardette, arrinconada por
sus padres durante la infancia en uno de esos lugares, no estuvo muy protegida
durante su reclusión involuntaria; es más, en muchas ocasiones los peligros los
creó ella misma entre los muros de la institución. Pero esa es otra historia.
El caso es que Bernardette salió del internado cansada de
hábitos y sotanas, comenzó la Universidad y, poco antes de terminar sus
estudios de arte, mientras pasaba las vacaciones de verano en la casa familiar
para asistir también a la boda de su hermana mayor, conoció a un cura que le
llamó la atención. Era demasiado guapo para ser sacerdote, joven, rubio,
hombros fuertes, cintura estrecha y rostro risueño. El típico cura de portada
de playboy, si eso fuera posible o, al menos, el que merecería presidir la
primera página del anuario vaticano de curas guapos. En resumen, el máximo
ejemplo de virilidad potente, cándida y desperdiciada.
Bernadette no pudo evitar fijarse en él durante la boda.
El cura oficiante era otro, el rancio párroco de toda la vida que ya le había
dado la primera comunión a toda su familia; pero éste otro era nuevo. Entro
discretamente en la iglesia durante la ceremonia, portaba un grueso paquete en
sus manos, rodeó a los feligreses por un lateral y se perdió tras la puerta de
la sacristía. Tanta familiaridad en el recorrido sólo podía indicar que estaba
destinado en esa parroquia. Al menos eso pensó la muchacha.
Al parecer nadie reparó en el transito del joven cura,
salvo nuestra protagonista que, en ese momento estaba atravesando una fase de
alarmante aburrimiento ante la insoportable perorata del oficiante, mirando a
un lado y otro con desesperación y, a ratos, cotilleando la indumentaria de
gala de los personajes allí concentrados; actividad que cesó con la aparición
del mancebo clérigo primero, y para quedarse mirando después la puerta de la
sacristía durante largos minutos, por si la divina aparición volvía a salir.
La celebración terminó sin un “puede besar a la novia”,
eso sólo se dice en las películas y, además, dicha frase no parecía encajar en
la mentalidad del caduco sacerdote. Simplemente les declaró marido y mujer ante
los ojos de Dios y de la Iglesia y despidió a la plebe. Los felices
contrayentes, junto con los padrinos y los testigos, uno de los cuales era
Bernardette, siguieron al carcamal hacia la sacristía para firmar los papeles
que certificaban el matrimonio. Y allí estaba él, brillante como un candelabro,
sentado en un sillón de terciopelo rojo sobre el que destacaba su pantalón
negro, su camisa sacerdotal bien ceñida, su alzacuellos altivo y esa escueta
cabellera dorada con rizos despreocupados cayendo sobre su frente. Se levantó
en cuanto entraron en la estancia y permaneció de pie sin pronunciar palabra.
—Padre Marcel —pronunció el vejestorio—. Qué pronto ha
llegado.
—He tenido suerte, padre Rodolphe —respondió el joven cura
rompiendo su silencio—. He dejado las disciplinas y los cilicios junto a la
caja de cirios que está tras la mesa.
—Muy bien gracias —añadió el jefe parroquial despidiendo
a su ayudante—. Puede ir a esperar al grupo de catequesis en el baptisterio.
“¡Oh!”, se
sorprendió Bernardette en silencio. ¿Por qué se humedeció en cuanto supo que
ese arcángel había tenido en sus manos instrumentos de católica tortura? ¿Por
qué se entristeció al ver cómo el motivo de su excitación desaparecía para
cumplir la orden del despreciable vicario? “Y se llama Marcel”, se repitió
varias veces para memorizarlo.
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