miércoles, 11 de diciembre de 2019

MISA DIARIA (Continuación 01) Fragmento de "TRES HISTORIAS UN POCO FUERTES"

            Durante varios días de ese mes de julio Bernardette paseó curiosa por las calles cercanas a la iglesia, con la esperanza de poder ver al joven clérigo; y la suerte le sonrió poco tiempo después. Descubrió que Marcel era el encargado de celebrar la misa vespertina; todos las tardes a las seis en punto accedía al templo, abría con su llave la puerta de la sacristía y permanecía en el interior una hora hasta que salía vestido con el alba, la casulla y la estola dispuesto a oficiar ante sus escasas parroquianas.
            Bernardette comenzó a asistir al oficio litúrgico a diario. Se encontraba tan abstraída con su incipiente enamoramiento que no le importaba contradecir a su anticlericalismo o, quizás, ni siquiera recordaba su antigua resolución de ser anticlerical. ¿He dicho enamoramiento? Quién sabe, desde luego se podría convenir que la muchacha se comportaba como una joven enamorada: Absorta todo el día, pensando sólo en su paseo vespertino y su añorado desenlace, ignorando muchas veces la comida, rehuyendo quedar con antiguas amistades… También son síntomas de depresión y ansiedad; y es que los enamoramientos no correspondidos son por naturaleza ansiosos y depresivos.
            Se imaginaba ardientes encuentros en la sacristía con su adorado sacerdote. Ambos se despojaban de la ropa y daban rienda suelta a un frenesí salvaje. Visualizaba el suelo cubierto por cirios encendidos, la disciplina sobre una butaca y un cilicio en la mesa. Y ellos dos retozando en la añosa alfombra que terminaba absorbiendo el sudor de ambos cuerpos y el jugo de sus sexos enlazados. Y la ensoñación permanecía hasta que, un rato después, volvía a la realidad y veía que Marcel, vestido con la casulla ceremonial, pronunciaba el final de la liturgia: “Podéis ir en paz” y abandonaba el altar escondiéndose inmediatamente tras la gruesa puerta de la sacristía.
            Pero Bernardette era una joven emprendedora y no podía permitirse ser poseída por un ensimismamiento irresoluto. Se planteó la posibilidad de llamar la atención de su amado, pero ¿cómo se hacía tal cosa con un cura? “Antes que cura es hombre”, se dijo, y decidió que no conocía otra manera de atraer a un hombre que la clásica y evidente, como se hace con cualquier individuo del sexo masculino: “Déjate ver, Bernardette, ponte tus vestidos más provocadores, tus zapatos de tacón, deja suelta tu cabellera. Haz que te desee”. Pero no tenía muy claro poder alcanzar el éxito con esta estrategia, Marcel seguía siendo cura, lo que le convertía en imprevisible y, además, no parecía muy decoroso presentarse en la iglesia de semejante guisa.
            El problema del decoro lo olvidó pronto. En el internado había sido reprendida numerosas veces por su irreverencia. Y el recuerdo de esos tiempos le hizo recapacitar en las experiencias vividas entre dichos muros. Recordaba a las monjas recluidas en sus celdas cuando el capellán hacía acto de presencia, y cómo dicho personaje entraba con despreocupación en uno u otro cubículo para, supuestamente, atender espiritualmente a sus pupilas, pero siempre permaneciendo más tiempo en el cuarto de sor Géraldine, la única monja joven y guapa del elenco. Las habladurías al respecto eran frecuentes entre las alumnas, aunque también se mencionaba que las confesiones en privado a Jósephine, una voluptuosa colegiala quinceañera, también resultaban excesivamente prolongadas. Y no creían las demás que todo el tiempo que permanecían ocultos a la vista general estuvieran debatiendo pecados sino, más bien, cometiéndolos.
            También trajo Bernardette a la memoria que el susodicho capellán, llamado padre Fabien según recordaba, la “asistió espiritualmente” a ella misma en diversas ocasiones llevándola al despacho sacerdotal, como hacía frecuentemente con todas las demás. En esas visitas aparecía el clérigo con el cilicio en la mano. Fue con él con quien conoció el instrumento y aprendió su uso:
            —Esto es para que te lo pongas y ofrezcas el sacrificio por mí, por las monjas, por tu familia y por la Iglesia —le dijo en una ocasión el capellán del colegio— Úsalo por el día y también alguna que otra noche en la cama. Todo esto lo mantendrás en secreto pues es penitencia de confesión.
            Bernardette recordaba que el propio cura le pidió que se levantara la falda y le mostrara el muslo; al no quedar satisfecho con la insuficiente elevación de la prenda, él mismo procedió sin miramientos a subirla hasta la cintura, tomó la punzante cadenilla y la amarró en la pierna de la muchacha casi a la altura de la ingle, tocando de paso, indisimuladamente, en todos los lugares de la entrepierna que le pareció adecuado para completar la maniobra.
            Recordó también Bernardette que aguantó su evidente malestar, más por el magreo que por las erosiones del metal, y que esperó a que el cura sobón se fuera para quitarse la molesta cadena. Más tarde, cuando todas sus compañeras parecían haber cedido al sueño en el dormitorio común, se le ocurrió jugar con el cilicio entre las sábanas. Se bajó las braguitas y lo deslizó sobre su sexo, primero por el lado liso de la cadenilla, luego por el punzante, provocando una electrizante sensación en su entrepierna; a continuación lo pasó de igual modo sobre sus juveniles senos para, finalmente, atárselo a la pierna como le había enseñado el siniestro cura y masturbarse con delicadeza, sintiendo las punciones en su carne, hasta alcanzar un orgasmo beatífico expresado con un suspiro reprimido. Pocos minutos después pudo oír un suspiro similar procedente de otra cama y, más tarde, un tercer y lejano jadeo ahogado precedió a su sueño.


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