Durante varios días de ese mes de julio Bernardette paseó
curiosa por las calles cercanas a la iglesia, con la esperanza de poder ver al
joven clérigo; y la suerte le sonrió poco tiempo después. Descubrió que Marcel
era el encargado de celebrar la misa vespertina; todos las tardes a las seis en
punto accedía al templo, abría con su llave la puerta de la sacristía y
permanecía en el interior una hora hasta que salía vestido con el alba, la
casulla y la estola dispuesto a oficiar ante sus escasas parroquianas.
Bernardette comenzó a asistir al oficio litúrgico a
diario. Se encontraba tan abstraída con su incipiente enamoramiento que no le
importaba contradecir a su anticlericalismo o, quizás, ni siquiera recordaba su
antigua resolución de ser anticlerical. ¿He dicho enamoramiento? Quién sabe,
desde luego se podría convenir que la muchacha se comportaba como una joven
enamorada: Absorta todo el día, pensando sólo en su paseo vespertino y su
añorado desenlace, ignorando muchas veces la comida, rehuyendo quedar con
antiguas amistades… También son síntomas de depresión y ansiedad; y es que los
enamoramientos no correspondidos son por naturaleza ansiosos y depresivos.
Se imaginaba ardientes encuentros en la sacristía con su
adorado sacerdote. Ambos se despojaban de la ropa y daban rienda suelta a un
frenesí salvaje. Visualizaba el suelo cubierto por cirios encendidos, la
disciplina sobre una butaca y un cilicio en la mesa. Y ellos dos retozando en
la añosa alfombra que terminaba absorbiendo el sudor de ambos cuerpos y el jugo
de sus sexos enlazados. Y la ensoñación permanecía hasta que, un rato después,
volvía a la realidad y veía que Marcel, vestido con la casulla ceremonial,
pronunciaba el final de la liturgia: “Podéis ir en paz” y abandonaba el altar
escondiéndose inmediatamente tras la gruesa puerta de la sacristía.
Pero Bernardette era una joven emprendedora y no podía
permitirse ser poseída por un ensimismamiento irresoluto. Se planteó la
posibilidad de llamar la atención de su amado, pero ¿cómo se hacía tal cosa con
un cura? “Antes que cura es hombre”, se dijo, y decidió que no conocía otra
manera de atraer a un hombre que la clásica y evidente, como se hace con cualquier
individuo del sexo masculino: “Déjate ver, Bernardette, ponte tus vestidos más
provocadores, tus zapatos de tacón, deja suelta tu cabellera. Haz que te
desee”. Pero no tenía muy claro poder alcanzar el éxito con esta estrategia,
Marcel seguía siendo cura, lo que le convertía en imprevisible y, además, no
parecía muy decoroso presentarse en la iglesia de semejante guisa.
El problema del decoro lo olvidó pronto. En el internado
había sido reprendida numerosas veces por su irreverencia. Y el recuerdo de
esos tiempos le hizo recapacitar en las experiencias vividas entre dichos
muros. Recordaba a las monjas recluidas en sus celdas cuando el capellán hacía
acto de presencia, y cómo dicho personaje entraba con despreocupación en uno u
otro cubículo para, supuestamente, atender espiritualmente a sus pupilas, pero
siempre permaneciendo más tiempo en el cuarto de sor Géraldine, la única monja
joven y guapa del elenco. Las habladurías al respecto eran frecuentes entre las
alumnas, aunque también se mencionaba que las confesiones en privado a
Jósephine, una voluptuosa colegiala quinceañera, también resultaban
excesivamente prolongadas. Y no creían las demás que todo el tiempo que
permanecían ocultos a la vista general estuvieran debatiendo pecados sino, más
bien, cometiéndolos.
También trajo Bernardette a la memoria que el susodicho
capellán, llamado padre Fabien según recordaba, la “asistió espiritualmente” a
ella misma en diversas ocasiones llevándola al despacho sacerdotal, como hacía
frecuentemente con todas las demás. En esas visitas aparecía el clérigo con el
cilicio en la mano. Fue con él con quien conoció el instrumento y aprendió su
uso:
—Esto es para que te lo pongas y ofrezcas el sacrificio
por mí, por las monjas, por tu familia y por la Iglesia —le dijo en una ocasión
el capellán del colegio— Úsalo por el día y también alguna que otra noche en la
cama. Todo esto lo mantendrás en secreto pues es penitencia de confesión.
Bernardette recordaba que el propio cura le pidió que se
levantara la falda y le mostrara el muslo; al no quedar satisfecho con la
insuficiente elevación de la prenda, él mismo procedió sin miramientos a
subirla hasta la cintura, tomó la punzante cadenilla y la amarró en la pierna
de la muchacha casi a la altura de la ingle, tocando de paso,
indisimuladamente, en todos los lugares de la entrepierna que le pareció
adecuado para completar la maniobra.
Recordó también Bernardette que aguantó su evidente
malestar, más por el magreo que por las erosiones del metal, y que esperó a que
el cura sobón se fuera para quitarse la molesta cadena. Más tarde, cuando todas
sus compañeras parecían haber cedido al sueño en el dormitorio común, se le
ocurrió jugar con el cilicio entre las sábanas. Se bajó las braguitas y lo
deslizó sobre su sexo, primero por el lado liso de la cadenilla, luego por el
punzante, provocando una electrizante sensación en su entrepierna; a
continuación lo pasó de igual modo sobre sus juveniles senos para, finalmente,
atárselo a la pierna como le había enseñado el siniestro cura y masturbarse con
delicadeza, sintiendo las punciones en su carne, hasta alcanzar un orgasmo
beatífico expresado con un suspiro reprimido. Pocos minutos después pudo oír un
suspiro similar procedente de otra cama y, más tarde, un tercer y lejano jadeo ahogado
precedió a su sueño.
Podéis encontrar el libro completo en Amazon Kindle en el siguiente enlace:
No hay comentarios:
Publicar un comentario