lunes, 16 de diciembre de 2019

MISA DIARIA (Continuación 02) Fragmento de "TRES HISTORIAS UN POCO FUERTES"

            No fue la única vez en que la muchacha utilizó con fines lúbricos el mortificante utensilio. Le provocaba sensaciones que, más que sacrificiales, estimulaban su erotismo, y se imaginaba a los mártires semidesnudos representados en las imágenes del colegio y la capilla como sumisos complacientes entregados a su persona, aceptando sufrientes los lacerantes tormentos que ella imaginaba para someterlos.
            Pero la poco seductora imaginería religiosa dio a paso a idealizaciones más fantasiosas con actores de moda, deportistas famosos y, cómo no, con algún mozalbete conocido de los que la mosconeaban en vacaciones. Los imaginaba adorándola mientras se sometían a decenas de cilicios y cientos de vergajazos infligidos por ella a placer. La cadena punzante en su muslo la permitía imaginarse, con mejor rigor, las sensaciones que sus ilusorios amantes aceptaban para su deleite mientras ella daba rienda suelta al onanismo en la discreción de la noche.
            Bernardette se dejaba llevar por estos recuerdos mientras asistía a las misas celebradas por Marcel, pero también buscaba justificaciones para lanzarse más allá en su empeño. Por eso repasaba en su memoria todo lo que se pudiera referir al pederasta padre Fabien. En cierta ocasión cuando, en un momento de debilidad, le confesó sus sensuales pensamientos con las imagines de los santos, el propio pervertido la aplicó una severa corrección que consistió en levantarle la falda del uniforme colegial, bajarle la braguita y azotar su trasero con una regla de madera hasta dejarlo totalmente colorado. No contento con ello, y a pesar de los sollozos de la adolescente, le terminó diciendo: “Ahora me devuelves el cilicio y no estarás perdonada hasta que hayas pasado toda la semana rezando el rosario a diario”.
            Estos pensamientos tan profundos sobre el comportamiento clerical, le dieron el ánimo que le faltaba para asaltar a Marcel. Comenzó a ir a misa con vestidos sugerentes, ceñidos, escotados y vistosos. Además, abandonaba todas las tardes la lencería en el cajón de su armario para evocar un aura más sensual y, un día tras otro, se sentaba en los bancos finales del templo, fuera de la vista de las pocas beatas que, cada día, rezaban el rosario, cantaban la letanía y participaban piadosamente en el culto.
            Cada tarde desde el altar Marcel no podía apartar la mirada de la nueva feligresa. Se había fijado en ella desde el principio, cuando parecía una modosa adolescente que aprovechaba el verano para estar a bien con Dios, pero desde hacía unos días deslumbraba como una diosa pagana queriendo tomar posesión del templo. Las abuelas orantes, ajenas a la turbación del sacerdote, interpretaban sus cada vez más frecuentes tartamudeos como los habituales en quien tiene poca costumbre en la oratoria, lógico tratándose del nuevo e inexperto coadjutor de la parroquia.
            Y cada tarde, al terminar el oficio, Marcel se recluía totalmente aturdido en la sacristía. En el secreto que confiere la soledad, tomaba un cilicio de los que había llevado a la iglesia aquel día, se desabrochaba los pantalones bajándolos levemente y se amarraba la punzante cadenilla en el muslo tras lo que se colocaba nuevamente la prenda para camuflar su tormento. Después se arrodillaba, se quitaba la camisa y, con la disciplina en la mano, arremetía latigazos sobre su espalda desnuda. Y este ritual morboso se repetía cada vez que Bernardette se dejaba ver en la iglesia, tal era la desesperación de Marcel que, como un fogoso jovenzuelo, se debatía entre los sagrados votos y las erecciones que la casulla difícilmente podía disimular.
            En el secreto suplicio de su encierro se lamentaba cada día del cruel destino contra el que se enfrentaba, condenado al celibato justo antes de conocer a una mujer de tan magnífica belleza, aparentemente sola, aparentemente piadosa y tan desenfadada y juvenil que no parecía percatarse de lo inapropiado de su atuendo, tan divina era su inocencia. ¿O quizá era Satán tentándole como a San Antonio? ¿O era el propio Dios mostrándole el camino que en realidad le había reservado? ¿Y por qué debía ser pecado una pasión tan arrebatadora que tan sólo respondía a la naturaleza creada por el Divino? Y ante semejantes dudas y cavilaciones apretaba el cilicio con más fuerza y estampaba la disciplina con mayor decisión marcando su espalda.
            De forma similar padecía Bernardette, acostumbrada a que los imberbes compañeros de facultad babearan por ella con sólo chascar sus desnudos dedos. Tenía cierta experiencia en lides amatorias, pero ya había decidido en el pasado que la Universidad no resultaba adecuada al amor, y se apartó de los estudiantes ignorándolos por vulgares, y sintiéndose acosada ante los estúpidos argumentos utilizados inútilmente para seducirla. Varias veces había caído en la trampa de lujuriosos adanes, bobos e inmaduros; había saboreado, primero con pícara curiosidad y, después, con profunda decepción, la insatisfacción de pueriles penetraciones de corta permanencia. Le amargaba haber cedido su golosa virginidad a patanes de sobrada incompetencia. “La Universidad creará doctores”, se decía, “pero tan torpes en el amor y en el placer de las mujeres que su único destino sexual se encuentra en el vulgar apareamiento”.
            Sin embargo con Marcel, de la manera más insospechada, se había sentido arrebatada hacia una locura. Con sólo una visión beatífica había obtenido más placer que con el hatajo de energúmenos con los que se había topado con anterioridad. Pero la pasión de Bernardette, por muy romántica que fuera, estaba cargada, sobre todo, por una carnalidad salvaje, un deseo desesperado, un fuego insaciable que, dado su carácter resuelto, debía satisfacer antes de que el verano concluyera y retornara a los estudios.
            A pesar de la vistosa estrategia de la muchacha, Marcel parecía inmune a sus encantos, y eso desesperaba a Bernardette que, ignorante del tormento que el pobre cura padecía por su causa, dudaba de la pertinencia de afrontar un paso más ambicioso o dar marcha atrás y reconocer su derrota. Nunca antes había sido rechazada y, por lo tanto, decidió que en esta ocasión tampoco lo sería o, al menos, no dejaría que el fracaso llegara sin intentar la victoria con mayor empeño.



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