jueves, 19 de diciembre de 2019

UN DÍA ESPECIAL (Continuación 01). Fragmento de "TRES HISTORIAS UN POCO FUERTES"

1.- Nueve de la mañana

            Todo empezó la mañana de un domingo. Cuando Ingrid se despertó Gérard dormía pegado a su espalda, con el brazo izquierdo deslizado bajo su cuello, llevando la mano a acoplarse en sus pechos, mientras que el brazo derecho rodeaba su cintura pon encima depositando la mano sobre el pubis como si fuera un cuenco. Ambos estaban desnudos.
            Ingrid me describió su despertar: Débiles rayos de sol atravesaban las rendijas de la persiana y encendían con brillos nacarados los visillos que cubrían el ventanal. No tenía prisa por desperezarse. Eran las ocho y cincuenta de la mañana. La noche anterior habían participado en una larga y tediosa recepción en la embajada donde trabajaba Gérard y ahora sentía una leve resaca.
            Mi amiga me dijo que, cuando cayó en la cuenta del estratégico contacto de las manos de su amante, se estremeció ligeramente y empezó a pronunciar mentalmente su nombre “—Gérard, Gérard…—”. Sintió la respiración pausada de su marido al tener el pecho apretado contra su espalda e intentó percibir el miembro viril pegado a sus nalgas. Marido y pene, como si fueran personajes distintos unidos por algún misterio, estaban dormidos.
            Colocó sus propias manos sobre las de su amante y apretó. Primero con suavidad, luego con fuerza, especialmente sobre la vagina. Tensó las nalgas y friccionó con ellas el pene de su compañero. Su marido reaccionó lento. Primero la beso en la nuca; después, elevando levemente la cabeza, la besó en el cuello.
            Gérard comenzó a tomar control de sus extremidades y, suavemente, deslizó la mano acariciando los pechos de Ingrid mientras, con la otra, palpó la hendidura de la entrepierna comprobando que una suave humedad empapaba la zona. Me dijo Gérard que su intento de “acariciarle al coño a mi mujer”, según sus propias palabras, no fue tan fácil. Ingrid apretó primero las piernas impidiéndole cualquier movimiento de los dedos, aunque no tardó en abrirlas y dejarse hacer.
            —Me encanta cómo murmura Ingrid por la mañana cuando tengo tiempo para tocarla —continuó Gérard informándome de los detalles íntimos de su vida conyugal.
            —La noche anterior no habíamos follado —siguió contando Ingrid—. Habíamos llegado tarde a casa, cansados y algo bebidos. Tuvimos el tiempo justo de asearnos un poco, desnudarnos y meternos en la cama.
            —Bueno…, nos acariciamos y nos besamos —añadió Gérard—. Algo es algo.
            Me comentaron que siempre duermen desnudos, lo cual me alegró. Pienso que dos amantes que comparten lecho no deben impedir el contacto de sus pieles durante el sueño. La ropa es para la calle, y la lencería para la fantasía, pero el sueño compartido debe ser desnudo.
            Les pedí que siguieran narrando la historia; fue Ingrid la que continuó. Me dijo que la polla de Gérard empezó a hacerse notar y ella, que llevaba varios minutos de ventaja en el excitante proceso, sujetó las manos de su amante para que no las apartara de su posición, aunque dejaba que los dedos expertos de su compañero jugaran en el clítoris y la entrada de la vagina.
            —Ahora empieza lo serio —interrumpió Gérard.
            —¡Calla! —Dijo Ingrid para proseguir después el relato—. Entonces utilicé la clave, le dije: ¡Gérard, quieto!
            Fue entonces cuando me explicaron lo de sus nombres secretos; pronunciarlos significaba que un vertiginoso juego iba a dar comienzo. Y Gérard se transformó en Gérard, el esclavo, Ingrid en Ingrid, la ama, y la pasión en terremoto. Gérard descubrió entusiasmado el deseo incontrolable que poseía a su esposa. Obedeciendo la orden, paró todas las manipulaciones y liberó a su mujer del abrazo, dispuesto a que Ingrid, su preciosa ama, le utilizara como el juguete que era.
            A partir de este momento la forma de narrarme los acontecimientos se volvió frenética, con intervenciones de ambos participantes y con cierto descontrol por mi parte para seguir el hilo del relato. Finalmente, Ingrid hizo uso de su prerrogativa y llamando Gérard a Gérard, esto es, utilizando su nombre secreto, le ordenó callarse. Por supuesto Gérard obedeció. Ingrid continuó contando:
            —Le dije que se pusiera boca arriba y estira los brazos a los lados.
            Prosiguió el relato con pasión, mostrando que se estaba excitando tremendamente al hacerlo, perdiendo la vista en el vacío, rememorando sin duda las escenas de aquella velada como si las viviera de nuevo. Yo me dejé llevar asimismo por las ensoñaciones de mi fantasía, intentando ponerme a la altura de las emociones que, según me imaginaba, podían sentir ambos amantes. A partir de este momento, uso sus palabras como si fueran mías.
            Continuó narrando Ingrid la historia y comentó que Gérard obedeció sin pronunciar palabra. Simplemente se dejaba hacer. Mi amiga se incorporó y apartó toda la ropa de la cama arrojándola al suelo, dejando al descubierto la desnudez de su amante. Visualicé a Gérard centrado sobre el lecho, con sus brazos musculosos abiertos en cruz a ambos lados, las fuertes piernas levemente separadas, los músculos pectorales y abdominales bien marcados, el grueso pene elevando al cielo sus veinte centímetros de potente erección (dato que me facilitó Ingrid como si no tuviera ninguna importancia) y el rostro masculino, firme, joven y hermoso, dominado por una mirada que, como bien sabía ella, estaba plena de admiración al contemplar la belleza de su amada.
            Mencionó que Gérard observaba hipnotizado como su dueña abría un cajón y extraía unas muñequeras y unas tobilleras de cuero rojo con argollas. Me contó cómo muchas veces su marido se quedaba admirándola, y  cómo la hablaba refiriéndose a su belleza, su juventud, esas piernas tan largas, esas nalgas prietas y redondas, esa cintura estrecha, esos pechos que sus manos podían cubrir justamente, con los pezones sonrosados y tersos, el cuello esbelto, un rostro dulce y altivo, levemente aniñado, con la piel clara, las mejillas sonrosadas, los ojos del color de la miel y el pelo castaño cayendo libre sobre los hombros; palabras literales que, aseguró, Gérard le había dirigido con frecuencia. Mirando hacia su marido afirmó que en aquél momento vio la misma mirada en sus ojos.
            Me explicó el modo en que colocó con destreza las muñequeras y tobilleras en las manos y pies de su amante, inmovilizando y tensando los miembros, bien abiertos y extendidos, fijando las argollas de los grilletes a sendos enganches situados en los extremos del cabecero y el piecero de la cama. Y, según contaba, después de atarlo extrajo del mismo cajón una mordaza de cuero con una bola roja como bocado. Gérard abrió la boca y se dejó colocar el adminículo. Siguiendo la narración, lo último que el hombre pudo ver fue a su amada cogiendo del mismo lugar un antifaz cerrado, también de cuero rojo, que le colocó en los ojos y apretó en su nuca.
            Me explicó cómo se quedó contemplando a su amante totalmente inmovilizado y expuesto, sintiendo que la excitación la dominaba provocándole ligeros temblores (yo misma los estaba sintiendo según me lo contaba). Allí tenía a Gérard, como otras veces, inmóvil, cegado para no ver nada de lo que ella quisiera hacer, y sin poder hablar ni protestar a causa de la mordaza que lo enmudecía. Sólo podía gemir y estremecerse; y sufrir por ella, aguantar los tormentosos juegos que la ardiente mente de Ingrid era capaz de imaginar.
            Mi amiga, mirándome y sonriendo, intentó explicar lo que sentía: Era la dueña y señora. Podía hacer todo lo que quisiera. Todo. Lo sabía y lo hacía. Disfrutaba sabiendo que su amante estaba totalmente sometido a sus deseos, que aquél hombre había decidido tiempo atrás entregarse sin límites al placer de su ama, y que él mismo ansiaba ir más allá en su entrega, siempre, en cada ocasión, avanzar más; plus ultra. Terminó diciendo que, en ese momento empezaba a planear el vertiginoso juego en que ocuparían ese domingo. Iba a ser un día especial.
            —Los mimos y los tormentos están diseñados para aplicarlos unos junto a otros. ¿No lo piensas así? —Me preguntó Ingrid.
            La idea no me resultaba extraña; yo misma he escrito mucho sobre Eros y Tánatos en los juegos de alcoba, así que afirmé con la cabeza. Ella, complacida por mi respuesta, continuó diciendo:
            —Me encanta torturarlo, pero no puedo evitar admirarlo, acariciarlo y besarlo mientras le torturo. Estoy totalmente enamorada de él.
            Pronunció esta frase sin dejar de mirar a su esposo.
            Dijo que acarició el pecho de Gérard, le pellizcó los pezones con ambas manos estirando de ellos con fuerza para provocar el primer gemido del esclavo. Los chupó y los mordió con intensidad una y otra vez, escuchando con placer los apagados quejidos de su amante. Después dirigió las mismas atenciones al pene erecto.
            —Comencé mordiéndole los huevos, luego la polla y me dediqué muy especialmente al capullo, apretando con fuerza para provocar que gimiera. Me encanta cuando reacciona a mis mordiscos tensando y arqueando el cuerpo sin poder escapar. Mordí muchas veces. ¿Conoces la textura del glande de una polla tiesa? Claro que lo conoces, que pregunta más tonta. Me encanta esa textura; cuando empiezo no puedo parar y aprieto cada vez más. Pensé que iba a ser incapaz de controlar la mordida clavando los dientes en la carne aunque, hasta ahora, siempre he podido resistir la tentación. Quizá algún día no me resista…
            Esta inquietante frase final la pronunció mirando intensamente a su amante, quien correspondió a la mirada con un gesto complacido.
            Siguió contando que más tarde cambió de juego. Siguiendo el hilo del relato, imaginé a Gérard oyendo cómo su ama revolvía de nuevo en el cajón extrayendo otros artilugios. Supongo que reconocería los sonidos a los que debía estar acostumbrado. Uno de esos artilugios era una caja que contenía unas dolorosas pinzas de cocodrilo de pequeño tamaño, fuertes y dentadas, que su ama disfrutaba colocándole. (Mientras me lo contaba mandó a Gérard al dormitorio para traerme una muestra). Ingrid dijo que se subió a la cama, retiró la mordaza a su esclavo y se sentó colocándole el coño sobre la boca para que lo chupara con ansiedad; colocó dos pinzas en los pezones de su esclavo, provocándole un intenso dolor. (En ese momento, Gérard retorno del dormitorio con la caja de las pinzas, extrajo una y me la pasó; era metálica, con una boca dentada que podía abrirse casi dos centímetros en su extremo; tuve que hacer bastante fuerza para abrirla. Pellizqué con la pinza la piel de mi mano y me vi obligada a retirarla enseguida pues provocó un intenso dolor y, a pesar de los pocos segundos que la mantuve, dejó marcada la forma de los dientes en mi piel).
            —Estas no las había usado nunca —dije con seriedad pensando que me había perdido algo interesante en mis propias aventuras.
            —Prueba a ponerte una en los pezones o en el coño —comentó Ingrid—. Seguro que no puedes. Pero a Gérard lo tengo bien adiestrado, le dolía tanto como te podría doler a ti si te las pones en esos sitios, pero se aguantaba y no dejaba de chupar. Después le puse más; las fui contando: Seis en los huevos, diez en la polla, pero solo en el tronco, seis más en el reborde del capullo y dos en la punta, justo en la salida de la uretra, una a cada lado. Empecé con eso, luego le puse muchas más.
            Me dijo a continuación que, con cada pinza colocada, Gérard gemía sin dejar de deslizar la lengua a todo lo largo de su vagina, introduciendo la lengua lo más profundo que podía y dedicándose con especial atención al clítoris, al que lamía con movimientos circulares y succiones. Según contaba, mi amiga se apretaba contra la boca de su amante y movía con ansiedad las caderas sintiendo la proximidad del orgasmo. Retrasó el clímax buscando un extra de excitación. En su mano blandía ahora un látigo (el gato lo llamaban) con nueve tiras de cuero negro que emergían de una firme empuñadura algo más grande que su mano. Comenzó a azotar los testículos llenos de pinzas provocando gemidos que rápidamente ahogaba apretando la vagina contra la boca de Gérard. Azotaba también el pene con la piel tensa por la abundancia de pinzas colocadas sobre él. Y azotaba especialmente el glande, sabiendo que era el lugar más doloroso, extraordinariamente sensibilizado por las pinzas que, por sí solas, ya suponían un considerable tormento. Y según se aproximaba al éxtasis, propinaba los azotes más rápidos y fuertes.
            Describió el orgasmo como un estallido escandaloso, largo e intenso, dando los últimos latigazos cuando las convulsiones se sosegaban y comenzaba la relajación. Después, siguiendo con la historia, afirmó caer rendida sobre el cuerpo de Gérard apretándose contra sus pinzas y descansando unos instantes liberando la boca del esclavo.
            Se apartó al cabo de unos minutos y comenzó a quitar las pinzas. Si doloroso fue ponerlas, más dolor aún provocaba quitarlas. Primero las de los pezones, con calma y mirando la expresión de sufrimiento en el rostro de su esclavo —me encanta mirar su cara cuando le quito las pinzas, grita más que al ponerlas —afirmo con el rostro iluminado. Tras las de los pezones quitó las del escroto, a continuación, las del pene y, finalmente, las del glande, con lentitud, observando las marcas intensas que la dentellada había dejado sobre la carne y sintiendo con placer los dolorosos espasmos que tal acción provocaba en su esclavo. Sin desatarlo, se acurrucó junto a él y entrecerró los ojos dejándose llevar por una feliz somnolencia.


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