1.- Nueve de la mañana
Todo empezó la mañana de un domingo. Cuando Ingrid se
despertó Gérard dormía pegado a su espalda, con el brazo izquierdo deslizado
bajo su cuello, llevando la mano a acoplarse en sus pechos, mientras que el
brazo derecho rodeaba su cintura pon encima depositando la mano sobre el pubis como si fuera un cuenco. Ambos estaban desnudos.
Ingrid me describió su despertar: Débiles rayos de sol
atravesaban las rendijas de la persiana y encendían con brillos nacarados los
visillos que cubrían el ventanal. No tenía prisa por desperezarse. Eran las
ocho y cincuenta de la mañana. La noche anterior habían participado en una
larga y tediosa recepción en la embajada donde trabajaba Gérard y ahora sentía
una leve resaca.
Mi amiga me dijo que, cuando cayó en la cuenta del
estratégico contacto de las manos de su amante, se estremeció ligeramente y
empezó a pronunciar mentalmente su nombre “—Gérard, Gérard…—”. Sintió la
respiración pausada de su marido al tener el pecho apretado contra su espalda e
intentó percibir el miembro viril pegado a sus nalgas. Marido y pene, como si
fueran personajes distintos unidos por algún misterio, estaban dormidos.
Colocó sus propias manos sobre las de su amante y apretó.
Primero con suavidad, luego con fuerza, especialmente sobre la vagina. Tensó
las nalgas y friccionó con ellas el pene de su compañero. Su marido reaccionó
lento. Primero la beso en la nuca; después, elevando levemente la cabeza, la
besó en el cuello.
Gérard comenzó a tomar control de sus extremidades y,
suavemente, deslizó la mano acariciando los pechos de Ingrid mientras, con la
otra, palpó la hendidura de la entrepierna comprobando que una suave humedad
empapaba la zona. Me dijo Gérard que su intento de “acariciarle al coño a mi
mujer”, según sus propias palabras, no fue tan fácil. Ingrid apretó primero las
piernas impidiéndole cualquier movimiento de los dedos, aunque no tardó en
abrirlas y dejarse hacer.
—Me encanta cómo murmura Ingrid por la mañana cuando
tengo tiempo para tocarla —continuó Gérard informándome de los detalles íntimos
de su vida conyugal.
—La noche anterior no habíamos follado —siguió contando
Ingrid—. Habíamos llegado tarde a casa, cansados y algo bebidos. Tuvimos el
tiempo justo de asearnos un poco, desnudarnos y meternos en la cama.
—Bueno…, nos acariciamos y nos besamos —añadió Gérard—.
Algo es algo.
Me comentaron que siempre duermen desnudos, lo cual me
alegró. Pienso que dos amantes que comparten lecho no deben impedir el contacto
de sus pieles durante el sueño. La ropa es para la calle, y la lencería para la
fantasía, pero el sueño compartido debe ser desnudo.
Les pedí que siguieran narrando la historia; fue Ingrid
la que continuó. Me dijo que la polla de Gérard empezó a hacerse notar y ella,
que llevaba varios minutos de ventaja en el excitante proceso, sujetó las manos
de su amante para que no las apartara de su posición, aunque dejaba que los
dedos expertos de su compañero jugaran en el clítoris y la entrada de la
vagina.
—Ahora empieza lo serio —interrumpió Gérard.
—¡Calla! —Dijo Ingrid para proseguir después el relato—.
Entonces utilicé la clave, le dije: ¡Gérard, quieto!
Fue entonces cuando me explicaron lo de sus nombres
secretos; pronunciarlos significaba que un vertiginoso juego iba a dar
comienzo. Y Gérard se transformó en Gérard, el esclavo, Ingrid en Ingrid, la
ama, y la pasión en terremoto. Gérard descubrió entusiasmado el deseo
incontrolable que poseía a su esposa. Obedeciendo la orden, paró todas las
manipulaciones y liberó a su mujer del abrazo, dispuesto a que Ingrid, su
preciosa ama, le utilizara como el juguete que era.
A
partir de este momento la forma de narrarme los acontecimientos se volvió
frenética, con intervenciones de ambos participantes y con cierto descontrol
por mi parte para seguir el hilo del relato. Finalmente, Ingrid hizo uso de su
prerrogativa y llamando Gérard a Gérard, esto es, utilizando su nombre secreto,
le ordenó callarse. Por supuesto Gérard obedeció. Ingrid continuó contando:
—Le dije que se pusiera boca arriba y estira los brazos a
los lados.
Prosiguió el relato con pasión, mostrando que se estaba
excitando tremendamente al hacerlo, perdiendo la vista en el vacío, rememorando
sin duda las escenas de aquella velada como si las viviera de nuevo. Yo me dejé
llevar asimismo por las ensoñaciones de mi fantasía, intentando ponerme a la
altura de las emociones que, según me imaginaba, podían sentir ambos amantes. A
partir de este momento, uso sus palabras como si fueran mías.
Continuó narrando Ingrid la historia y comentó que Gérard
obedeció sin pronunciar palabra. Simplemente se dejaba hacer. Mi amiga se
incorporó y apartó toda la ropa de la cama arrojándola al suelo, dejando al
descubierto la desnudez de su amante. Visualicé a Gérard centrado sobre el
lecho, con sus brazos musculosos abiertos en cruz a ambos lados, las fuertes
piernas levemente separadas, los músculos pectorales y abdominales bien
marcados, el grueso pene elevando al cielo sus veinte centímetros de potente
erección (dato que me facilitó Ingrid como si no tuviera ninguna importancia) y
el rostro masculino, firme, joven y hermoso, dominado por una mirada que, como
bien sabía ella, estaba plena de admiración al contemplar la belleza de su
amada.
Mencionó que Gérard observaba hipnotizado como su dueña
abría un cajón y extraía unas muñequeras y unas tobilleras de cuero rojo con argollas.
Me contó cómo muchas veces su marido se quedaba admirándola, y cómo la hablaba refiriéndose a su belleza, su
juventud, esas piernas tan largas, esas nalgas prietas y redondas, esa cintura
estrecha, esos pechos que sus manos podían cubrir justamente, con los pezones
sonrosados y tersos, el cuello esbelto, un rostro dulce y altivo, levemente
aniñado, con la piel clara, las mejillas sonrosadas, los ojos del color de la
miel y el pelo castaño cayendo libre sobre los hombros; palabras literales que,
aseguró, Gérard le había dirigido con frecuencia. Mirando hacia su marido
afirmó que en aquél momento vio la misma mirada en sus ojos.
Me explicó el modo en que colocó con destreza las
muñequeras y tobilleras en las manos y pies de su amante, inmovilizando y
tensando los miembros, bien abiertos y extendidos, fijando las argollas de los
grilletes a sendos enganches situados en los extremos del cabecero y el piecero
de la cama. Y, según contaba, después de atarlo extrajo del mismo cajón una
mordaza de cuero con una bola roja como bocado. Gérard abrió la boca y se dejó
colocar el adminículo. Siguiendo la narración, lo último que el hombre pudo ver
fue a su amada cogiendo del mismo lugar un antifaz cerrado, también de cuero
rojo, que le colocó en los ojos y apretó en su nuca.
Me explicó cómo se quedó contemplando a su amante
totalmente inmovilizado y expuesto, sintiendo que la excitación la dominaba
provocándole ligeros temblores (yo misma los estaba sintiendo según me lo
contaba). Allí tenía a Gérard, como otras veces, inmóvil, cegado para no ver
nada de lo que ella quisiera hacer, y sin poder hablar ni protestar a causa de
la mordaza que lo enmudecía. Sólo podía gemir y estremecerse; y sufrir por
ella, aguantar los tormentosos juegos que la ardiente mente de Ingrid era capaz
de imaginar.
Mi amiga, mirándome y sonriendo, intentó explicar lo que
sentía: Era la dueña y señora. Podía hacer todo lo que quisiera. Todo. Lo sabía
y lo hacía. Disfrutaba sabiendo que su amante estaba totalmente sometido a sus
deseos, que aquél hombre había decidido tiempo atrás entregarse sin límites al
placer de su ama, y que él mismo ansiaba ir más allá en su entrega, siempre, en
cada ocasión, avanzar más; plus ultra.
Terminó diciendo que, en ese momento empezaba a planear el vertiginoso juego en
que ocuparían ese domingo. Iba a ser un día especial.
—Los mimos y los tormentos están diseñados para
aplicarlos unos junto a otros. ¿No lo piensas así? —Me preguntó Ingrid.
La idea no me resultaba extraña; yo misma he escrito
mucho sobre Eros y Tánatos en los juegos de alcoba, así que afirmé con la
cabeza. Ella, complacida por mi respuesta, continuó diciendo:
—Me encanta torturarlo, pero no puedo evitar admirarlo,
acariciarlo y besarlo mientras le torturo. Estoy totalmente enamorada de él.
Pronunció esta frase sin dejar de mirar a su esposo.
Dijo que acarició el pecho de Gérard, le pellizcó los
pezones con ambas manos estirando de ellos con fuerza para provocar el primer
gemido del esclavo. Los chupó y los mordió con intensidad una y otra vez,
escuchando con placer los apagados quejidos de su amante. Después dirigió las
mismas atenciones al pene erecto.
—Comencé mordiéndole los huevos, luego la polla y me
dediqué muy especialmente al capullo, apretando con fuerza para provocar que
gimiera. Me encanta cuando reacciona a mis mordiscos tensando y arqueando el
cuerpo sin poder escapar. Mordí muchas veces. ¿Conoces la textura del glande de
una polla tiesa? Claro que lo conoces, que pregunta más tonta. Me encanta esa
textura; cuando empiezo no puedo parar y aprieto cada vez más. Pensé que iba a
ser incapaz de controlar la mordida clavando los dientes en la carne aunque,
hasta ahora, siempre he podido resistir la tentación. Quizá algún día no me
resista…
Esta inquietante frase final la pronunció mirando
intensamente a su amante, quien correspondió a la mirada con un gesto
complacido.
Siguió contando que más tarde cambió de juego. Siguiendo
el hilo del relato, imaginé a Gérard oyendo cómo su ama revolvía de nuevo en el
cajón extrayendo otros artilugios. Supongo que reconocería los sonidos a los
que debía estar acostumbrado. Uno de esos artilugios era una caja que contenía
unas dolorosas pinzas de cocodrilo de pequeño tamaño, fuertes y dentadas, que
su ama disfrutaba colocándole. (Mientras me lo contaba mandó a Gérard al
dormitorio para traerme una muestra). Ingrid dijo que se subió a la cama,
retiró la mordaza a su esclavo y se sentó colocándole el coño sobre la boca
para que lo chupara con ansiedad; colocó dos pinzas en los pezones de su
esclavo, provocándole un intenso dolor. (En ese momento, Gérard retorno del
dormitorio con la caja de las pinzas, extrajo una y me la pasó; era metálica,
con una boca dentada que podía abrirse casi dos centímetros en su extremo; tuve
que hacer bastante fuerza para abrirla. Pellizqué con la pinza la piel de mi
mano y me vi obligada a retirarla enseguida pues provocó un intenso dolor y, a
pesar de los pocos segundos que la mantuve, dejó marcada la forma de los
dientes en mi piel).
—Estas no las había usado nunca —dije con seriedad
pensando que me había perdido algo interesante en mis propias aventuras.
—Prueba a ponerte una en los pezones o en el coño
—comentó Ingrid—. Seguro que no puedes. Pero a Gérard lo tengo bien adiestrado,
le dolía tanto como te podría doler a ti si te las pones en esos sitios, pero se
aguantaba y no dejaba de chupar. Después le puse más; las fui contando: Seis en
los huevos, diez en la polla, pero solo en el tronco, seis más en el reborde
del capullo y dos en la punta, justo en la salida de la uretra, una a cada
lado. Empecé con eso, luego le puse muchas más.
Me dijo a continuación que, con cada pinza colocada,
Gérard gemía sin dejar de deslizar la lengua a todo lo largo de su vagina,
introduciendo la lengua lo más profundo que podía y dedicándose con especial
atención al clítoris, al que lamía con movimientos circulares y succiones.
Según contaba, mi amiga se apretaba contra la boca de su amante y movía con
ansiedad las caderas sintiendo la proximidad del orgasmo. Retrasó el clímax
buscando un extra de excitación. En su mano blandía ahora un látigo (el gato lo
llamaban) con nueve tiras de cuero negro que emergían de una firme empuñadura
algo más grande que su mano. Comenzó a azotar los testículos llenos de pinzas
provocando gemidos que rápidamente ahogaba apretando la vagina contra la boca
de Gérard. Azotaba también el pene con la piel tensa por la abundancia de
pinzas colocadas sobre él. Y azotaba especialmente el glande, sabiendo que era
el lugar más doloroso, extraordinariamente sensibilizado por las pinzas que,
por sí solas, ya suponían un considerable tormento. Y según se aproximaba al
éxtasis, propinaba los azotes más rápidos y fuertes.
Describió el orgasmo como un estallido escandaloso, largo
e intenso, dando los últimos latigazos cuando las convulsiones se sosegaban y
comenzaba la relajación. Después, siguiendo con la historia, afirmó caer
rendida sobre el cuerpo de Gérard apretándose contra sus pinzas y descansando
unos instantes liberando la boca del esclavo.
Se apartó al cabo de unos minutos y comenzó a quitar las
pinzas. Si doloroso fue ponerlas, más dolor aún provocaba quitarlas. Primero
las de los pezones, con calma y mirando la expresión de sufrimiento en el
rostro de su esclavo —me encanta mirar su cara cuando le quito las pinzas, grita
más que al ponerlas —afirmo con el rostro iluminado. Tras las de los pezones
quitó las del escroto, a continuación, las del pene y, finalmente, las del
glande, con lentitud, observando las marcas intensas que la dentellada había
dejado sobre la carne y sintiendo con placer los dolorosos espasmos que tal
acción provocaba en su esclavo. Sin desatarlo, se acurrucó junto a él y
entrecerró los ojos dejándose llevar por una feliz somnolencia.
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