2.- Diez y diez
Ingrid dijo que no llegó a dormirse y que eran las diez y
diez cuando decidió incorporarse; corrió los visillos de la ventana y subió la
persiana. Después de correrse en la boca de su marido le apetecía sentir el
aire fresco de la mañana. Primero contemplo el panorama desde la ventana; el
jardín resplandecía con el sol iluminando los colores ocres y rojizos del
otoño. Al fondo, el mediterráneo azul rompía contra los acantilados que
enmarcaban el panorama a izquierda y derecha.
Me contó que se cubrió con una bata de seda rosa, abrió
las puertas francesas que conformaban el ventanal y salió a la terraza; bajo
ella un grupo de gorriones picoteaban ente el césped todavía verde pero
cubierto de hojas caídas. La piscina también lucía un buen puñado de hojas
secas navegando indiscriminadamente. Y miraba el paisaje pensando que todos sus
logros y posesiones palidecían ante algo que ninguna otra mujer podría tener:
el esclavo perfecto. En esos minutos de contemplación terminó de perfilar el
plan del día.